La obligación de presentar información financiera auditada

En los pocos artículos o trabajos que han tratado respecto de la obligación de presentar información financiera auditada que establece la Ley, se la ha tratado como una nueva obligación. Sin embargo, no se trata de una novedad. Se trata, más bien, de un retroceso.

Efectivamente, hasta el año 1999 la antigua Comisión Nacional Supervisora de Empresas y Valores (ahora rebautizada Superintendencia del Mercado de Valores) tenía entre sus funciones el requerir información financiera auditada de las empresas con fines estadísticos.



Opinión:

De hecho, había toda un área de CONASEV que se dedicaba a recibir esta información y

 

elaborar estadísticas con ella. Era un área muy rentable. CONASEV no solo cobraba una UIT por recibir esta información –sin prestar ningún servicio a cambio, por lo que difícilmente podría calificarse este pago como una “tasa” en el sentido tributario del término– sino que evidentemente una parte de la función era sancionar a las empresas que incumplían con su obligación de presentar la información o lo hacían tardíamente.

 

La obligación de presentar información financiera auditada a CONASEV por parte de las empresas “no supervisadas” era tan cuestionada que comúnmente se le incluía entre los

 

sobrecostos que imponía la legislación a las entidades privadas. En el planeamiento estratégico y la reingeniería que realizó CONASEV, entre los años 1997 y 1998, existía consenso en que esta obligación no solamente era injustamente gravosa para el sector

 

privado –dado que no había un verdadero interés público detrás de esta exigencia– sino que además no tenía ninguna relación con las verdaderas funciones de la institución, que eran supervisar los mercados de valores, de productos y de fondos colectivos.

 

El consenso era tal que la propia CONASEV promovió en ese entonces diversas modificaciones normativas que concluyeron en la eliminación de la obligación.

En efecto, en el año 1998, CONASEV celebró un convenio de cooperación institucional con el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) para que sea esa entidad y no

 

CONASEV quien se encargue de recibir y procesar estadísticamente la información financiera de las empresas.

 

Entre las principales razones para este cambio se señalaba expresamente “lograr adecuados niveles de eficiencia en el procesamiento de la información financiera de las empresas, centralizando dichas funciones en el INEI y eliminando los sobrecostos

 

que afectan al sector privado”(3).

 

Posteriormente, se aprobó la Ley Nº 27323 que eliminó definitivamente de entre las funciones de CONASEV el requerimiento de información financiera auditada a las empresas que no participaban de ninguno de los mercados supervisados por dicha entidad, es decir, el mercado de valores, de productos y los fondos colectivos.

 

La misma norma amplió las competencias del INEI para recibir esta función, con la diferencia de que no existía la obligación de que la información fuera auditada, sino que se presentara de acuerdo con los formatos que aprobara dicha entidad.

 

Cuando se dictó la Ley Nº 27323 las mayores voces de protesta vinieron de los gremios de contadores, pues, evidentemente, este cambio implicaba que perdieran un mercado

 

cautivo del que habían disfrutado por años. En el caso de esta nueva Ley, la situación no ha cambiado.

 

Consideramos entonces que la Ley es una norma anticompetitiva. La Ley acaba de facilitar a los auditores la venta de sus servicios. Gracias al mercado cautivo que ahora provee la Ley, las sociedades de auditoría y auditores independientes no requieren convencer a las empresas comprendidas dentro de los alcances de la Ley de los benefi-

 

cios de realizarse una auditoría. La Ley toma esa decisión por las empresas y es exige auditar. Las sociedades de auditoría tienen ahora –según estimados conservadores– no menos de cinco mil nuevos clientes que estarán obligados a contratar servicios de auditoría, los mismos que o bien no requieren o no hubieran contratado, en caso

 

de haberlo podido decidir libremente.

 

Para apreciar la gravedad de esta situación, imaginemos lo siguiente: ¿Por qué no se aprueba otra norma que obligue a estas mismas empresas a realizarse un due diligence legal cada año? Seguramente el gremio de abogados estaría feliz con la iniciativa. ¿Por qué no se aprueba otra que les obligue a realizar cada año un estudio estructural de sus locales? Sin duda los ingenieros civiles aplaudirían. ¿Por qué no una norma más que obligue a estas empresas a presentar flujos de caja proyectados debidamente suscritos por economistas colegiados? Es obvio que los gremios de economistas estarían de acuerdo.

 

No me cabe duda de que en todos los casos sería posible encontrar una serie de argumentos –tan gaseosos e inconsistentes como los de la exposición de motivos de la Ley– que traten de disfrazar de razones de orden público lo que no es otra cosa que mercantilismo. Estas normas –tal como lo hace la Ley en cuestión– estarían simplemente transfiriendo rentas de los sujetos obligados a los sujetos beneficiados.

 

El punto es que en una economía que pretende sobrevivir sobre la base de la competencia y no de la planificación estatal –nuestra Constitución, al menos hasta que la modifiquen, aun preconiza que el Estado protege la libre competencia– los participantes

 

del mercado venden sus bienes o prestan sus servicios cuando convencen a sus potenciales contrapartes de que esos bienes y/o servicios son valiosos para ellos. El sistema legal no debería intervenir en este proceso asegurando rentas a un ofertante que no es capaz de convencer a su potencial

 

demandante del valor de los bienes que le pretende vender o de los servicios que le pretende prestar.

 

En este contexto, tanto por razones legales como económicas, los supuestos de contratación obligatoria impuesta legalmente deberían estar completamente limitados a situaciones muy excepcionales y en las que es muy claro que no hay una manera

 

menos gravosa para el particular que permita satisfacer el interés público protegido.

 

La razón legal es que la contratación obligatoria es una restricción a las libertades del ciudadano. La Constitución establece como uno de los derechos fundamentales de la persona la libertad de contratar, lo que implica tanto la libertad de conclusión del contrato como la de configuración interna. Esta libertad –como derecho fundamental– solo debería ser restringida cuando existe otro derecho fundamental de mayor valor que así lo amerita. La razón económica es que cuanta más libertad se preserve entre los agentes económicos, más motivación tendrán estos para ofrecer los productos o servicios con la calidad suficiente como para que los consumidores deseen consumirlos.

 

Desde ese punto de vista, es razonable y deseable que el sistema legal nos obligue a celebrar ciertos contratos, como el del seguro obligatorio de accidentes de tránsito o el de administración de fondos de pensiones, entre otros muchos casos que existen en la

 

normativa. Sin embargo, obligar a las empresas a que auditen y publiquen su información financiera, tal como lo hace la Ley, resulta una restricción indebida e indeseable que debería ser eliminada del sistema legal.

 

Por. ANTONIO GUARNIZ IZQUIERDO -Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Máster in Laws  Columbia University. Asociado Senior del Estudio Ferrero Abogados

 

 

 

 



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